Bellezas tropicales
En días como éstos, en los que las historias concluyen, las palabras escasean y pocas personas revolotean en mi entorno buscando un espacio en mi cuerpo y en mi alma, en los que el deseo sigue hiriendo mi piel, EL sigue insistiendo en que soy el eje de su vida, el fuego que hace hervir su sangre, sigue recordándome, telefónicamente, sus deseos de verme y de estar conmigo, mientras Pbonito juega a decepcionarme y a portarse como un chiquillo insolente, que con pocas palabras hiere, patea, escupe, muerde y huye a través de la ventanita titilante.
En noches como éstas, en las que pieles de seres conocidos invaden mis espacios mentales, mis pensamientos, mis pesadillas y mis miedos y transmutan en carnes ansiosas de placer y repletas de deseo, en las que amantes del pasado se confunden con amantes desconocidos, tiernos y perversos, yo me dedico a mirar por las calles esas bellezas extrañas que deambulan por la ciudad, seres que huyen al placer del otro, o se acercan a él. Yo observo con calma y sin malicia los rostros de todo aquel que se sube en el atestado busecito rojo, que camina por el centro o trota en algún parque, aquel de la corbata italiana y el de la camisa raída, aquel del cabello ensortijado y el que se asemeja a mis ancestros. No, no busco ningún sentimiento en sus ojos, la verdad no sé ni lo que busco, tal vez sea sólo un ejercicio de observación más, de exaltar mis sentidos, de darle gusto a mis ojos, de descubrirme en la mirada de alguno o esquivar la que no me guste. Tal vez quiera recordarme que existen seres de bellezas más maravillosas y mágicas que las de aquellos personajes que han pasado en mi vida de la mirada al tacto, del callar al hablar, del hablar al besar, del tocar al abrazar, del abrazar al penetrar, y pienso que cualquiera de estos seres, en un taxi, en un bus, en una calle, en un cinema, en un busecito rojo, en la puerta de una universidad, en un parque o en el lobby de un hotel puede ser víctima de mi deseo y yo verdugo del suyo.
Y es increíble lo que en una semana de observación puede uno descubrir en esta ciudad que es la suma de todas las razas, donde la gente puede ser llamativa por su fealdad e irresistible por su belleza: he pasado de ver al más hermoso anglosajón con color canela en su piel, ojos azul mar y cabellos color oro, caminando alegremente por un parque del norte de la ciudad, como extraído de un filme de play girl, hasta el más angélico, alucinante, llamativo y deliciosamente erótico adolescente conductor de bus de 700 pesos en el sur de la ciudad, dibujado quizá por Pierre et Gilles en otro de sus intentos por desacralizar lo sacro y sublimar lo cotidiano.
Pero los 70 kilómetros cuadrados de esta metrópoli dan para más, y no es tan difícil encontrar bellezas tropicales, si caminas sus calles o subes a sus autos, puedes toparte con un viril, excitante y tosco taxista que huyó de una escena retratada por Tom de Finlandia para formar parte del trasporte público, para que sus ajustados vaqueros cortados a mitad del muslo deleiten a pasajeros incautos que atraviesan la ciudad de norte a sur, para que la prominencia de su pecho humedecido por el calor de marzo nos haga salivar un poco mientras pasamos frente al Gimnasio Moderno, para que, para que…simplemente para que nos haga recordar que somos seres llenos de deseo.
Pero también puedes hallarte frente a escenas callejeras que más que deseo provocan envidia, más que envidia frustración, y más que frustración me ponen frente a frente con esa realidad que no quise admitir, cuando a través de otros rostros, otras pieles, como en un cuadro de Steve Walker vi un par de enamorados, Pbonito con su Dave quizá, o cualquier amante de esos que se me escapan como el agua entre los dedos.
Ahora sólo quiero ver esas bellezas tropicales que se atraviesan por las calles, las que de la rivera de algún río vienen a visitarnos y coquetean tímidamente, la de aquellos anglosajones que se visten de hippies para pasar desapercibidos, la de cualquier transeúnte que a través de una sonrisa me recuerde que puedo volver a desear.
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